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Nota editorial: después de una cuidadosa discusión que involucró a 5 miembros del staff, decidimos cambiar la calificación de BioShock infinite a 10, en todas sus plataformas.
Cuando todavía se llamaba 2K Boston, Irrational Games nos brindó en 2007 uno de los títulos que marcaron a esta generación de consolas. Hoy, a casi 5 años del lanzamiento original de BioShock, finalmente podemos disfrutar una secuela significativa para la franquicia y para la industria. En BioShock Infinite controlaremos a Booker DeWitt, un exmiembro de la agencia Pinkerton, que, para pagar una deuda, debe rescatar a la misteriosa Elizabeth de una utópica ciudad flotante conocida como Columbia. En pocas palabras, éste es el planteamiento que desata uno de los mejores videojuegos que he tenido oportunidad de disfrutar.
Robert Burton declara en Anatomy of Melancholy: "Por este arte, podrán contemplar la variación de las 23 letras". Se refiere, por supuesto, a la literatura. Si habláramos de música, podríamos decir exactamente lo mismo de las notas. Sin embargo, intentar adjudicar a un videojuego el mismo razonamiento resulta problemático, pues literatura, música, arte visual y programación, más muchísimas otras disciplinas (como la animación, la arquitectura, etcétera) son necesarias para crear algo tan intrincado como un juego. BioShock Infinite emplea elementos más complejos que un carácter o una nota para urdir su mensaje. Enriquecido por el contexto científico de 1912 (época en la que está ambientado), aborda materias como la política, la física, la religión, el arte y, además, conceptos de estudio filosófico como la totalidad y el tiempo.
Pero, sobre todo, Infinite trata sobre la posibilidad y las combinaciones. Así como en el primer BioShock exploramos el individualismo objetivista, en la última entrega de la franquicia regresaremos a una ciudad-estado, pero ahora estará regida por una ideología diametralmente opuesta: el excepcionalismo americano. Mientras que antes exploramos la posibilidad de una ciudad sumergida, aquí visitaremos Columbia, una metrópoli flotante que se encuentra en una posición privilegiada. Las implicaciones de este cambio son enormes. Prácticamente cada aspecto del título ha sido adaptado a este nuevo escenario.
De un mundo sin dioses o reyes, en el que cada quien debía procurar su propia felicidad, ahora visitaremos un lugar regido por valores como la fe y la pureza racial. El planteamiento es fantástico (edificios voladores, "vigores" capaces de aumentar las habilidades de las personas, autómatas), pero el juego no pretende abstraernos de la realidad. Recuerdo con cariño a un maestro de la preparatoria. Solía decirnos que las mejores películas no son las que nos hacen olvidar la realidad, sino las que nos permiten percibirla más claramente.
La obra de Irrational Games que tuve el placer de disfrutar no sólo cumple cabalmente con la definición de "buena película" de mi maestro, sino que es uno de los mejores videojuegos que he jugado en mi vida. ¿Bajo qué criterio me atrevo a decirlo? Más allá de la opinión de mis vísceras (un cosquilleo en la boca de mi estómago no me ha dejado olvidar el final de Infinite todavía), valoro cuando un videojuego es capaz de transmitir una experiencia estética empleando los recursos únicos del medio. Hablo de aspectos como las mecánicas de juego y el diseño de niveles. Desde Braid no había jugado un título que alineara con tanta coherencia su tema principal y su sistema de juego.
Éste es el valor más grande que puede ostentar el medio: ser significativo empleando sus propios recursos. Sin adelantar nada sobre lo que ocurre en Infinite, enumeraré y hablaré de las mecánicas de juego íntimamente relacionadas con el mensaje que busca transmitir. Los vigores, los rieles aéreos, la ropa, la capacidad de Elizabeth de materializar objetos y el sistema de actualizaciones de atributos y armas, en conjunto, permiten un combate flexible, dinámico y cerebral.
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